Le pasó lo mismo a una de las mujeres cuando fue al sepulcro, que
confundió a Jesús con un hortelano; le ocurrió lo mismo a los discípulos de
Emaús que yendo de camino no se dieron cuenta que quien les acompañaba era el mismo
Cristo; lo mismo sintió Tomás que no daba crédito a las palabras de sus
compañeros cuando le decían que se había visto al Mesías. ¿Tan cambiado estaba
Jesús después de resucitar que los suyos no se daban cuenta que era Él? –Pues sí
y no.
Sí había cambiado, porque Él ya no pertenecía a este mundo, había
resucitado y estaba como en otra dimensión. De ahí que sus discípulos pensaran que
era un “fantasma”.
Pero, al mismo tiempo, Jesús no había cambiado, seguía siendo el mismo
que había anunciado la Palabra de Dios, que había hecho milagros, que había
curado a los enfermos y se había sentado a comer en tantas ocasiones con sus
discípulos. Por eso, les pide que le den algo de comer. Ellos le entregan “un
pescado”, que Jesús come con mucho gusto.
Y es que en el fondo, Él nos muestra su doble rostro: el divino y el
humano.
Jesús está entre nosotros como “un fantasma que come pescado”. Él hace
que lo ordinario sea extraordinario y lo extraordinario sea ordinario. Es “un
fantasma que come pescado” cuando vamos sin ganas al trabajo y un compañero nos
sonríe y nos da los buenos días; es “un fantasma que come pescado” cuando nuestro
vecino que llevaba varios meses en el paro nos comunica con alegría que ha
encontrado un trabajo; es “un fantasma que come pescado” cuando ayudamos a un ciego
o a anciano a cruzar la calle; es “un fantasma que come pescado” cuando toda la
familia (tíos, primos, sobrinos, abuelos, nietos…) se reúne para hacer fiesta y
compartir la vida; es “un fantasma que come pescado” cuando…
Hermano, hermana, ¿ya te has encontrado con “el
fantasma que come pescado”? ¿a qué esperas?
No hay comentarios:
Publicar un comentario