Este domingo escuchamos el precioso relato del nacimiento de Juan donde sus
padres, Zacarías e Isabel, toman un protagonismo especial.
Ya sabemos que Zacarías se quedó mudo cuando le fue anunciado que su
esposa iba a dar a luz a un niño y él no lo creyó.
En el evangelio que escuchamos este domingo es donde precisamente
Zacarías resuelve su mudez, afirmando y reafirmando el nombre que iba a llevar
su hijo, y demostrando así su fe en Dios. La palabra de Dios nos dice que a
Zacarías se le soltó la lengua y comenzó a hablar. Y quiero fijarme
precisamente en la expresión que utiliza
el evangelista Lucas: “se le soltó la lengua”.
Normalmente decimos que alguien tiene muy suelta la lengua cuando dice
malas palabras, cuando insulta a otros o cuando anda con chismes y comentarios
negativos sobre los demás.
Decimos fulanito o fulanita tiene la lengua muy suelta cuando es una
persona muy dada a hablar mal, a criticar y desprestigiar con sus palabras al
prójimo.
Yo hoy quisiera que se nos soltara la lengua a todos. Sí, sí, que se
nos suelte la lengua, pero en el buen sentido; en el sentido que le da el
evangelio de hoy. ¡Qué bueno sería que todos tuviéramos la lengua suelta para
bendecir a Dios, para bendecir al prójimo, para decir lo bien que hacen otros
las cosas, para dar un consejo a quien lo necesite, para decir un piropo, una
alabanza, a alguien!
Si todos tuviéramos la lengua suelta en el buen sentido, este mundo
funcionaría mucho mejor, las personas se sentirían más realizadas, más felices
y alegres, más contentas consigo mismas.
Hermano, hermana, quita el pegamento que retiene tu
lengua, y suéltala para hacer el bien. Muchos te lo agradecerán. Seguro.
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