Muchos de ustedes ya saben que yo
tengo un tío mercedario que lleva más de 40 años en Brasil, donde ha dado toda
su vida al servicio del anuncio del Evangelio. Recuerdo con mucho cariño
aquellos veranos en que él venía y me llevaba de un lugar a otro, en los que yo
me convertía en su “monaguillo” y compañero inseparable. Pero también recuerdo
el momento triste en el que iba al aeropuerto con mi papá a despedir a mi tío.
Para mí era muy duro, porque se me iba un amigo al que no volvería a ver hasta
tres años después. La opción para no pasar por ese momento triste en el
aeropuerto era no acompañarle, pero prefería estar con él para despedirle como
se merecía. Lo que siempre me admiró es que él se iba con una sonrisa, sabiendo
que a donde se dirigía estaba su vida, su misión y su vocación. Por eso yo… le
dejaba marchar.
Al leer el Evangelio de este domingo,
no he podido evitar recordar aquellas despedidas de mi tío en el aeropuerto,
porque creo que en el fondo se asemejan mucho a lo que vivieron los discípulos
y Jesús en la Ascensión.
Los discípulos quedan también tristes
porque se marcha el Maestro, el Amigo, el Mesías, el Confidente, el Ídolo de
todos ellos… Pero Jesús se marcha feliz y contento sabiendo que su misión en la
tierra ha terminado y que ahora debe estar junto al Padre acompañando al mundo
“desde otro lugar”.
Cuando yo despedía a mi tío, al poco
tiempo comenzaba a sonreír y pensar que mi tío era feliz allá donde iba. Cuando
los discípulos despidieron a Jesús que ascendía al cielo, descubrieron que
Jesús iba feliz también junto al Padre… y le dejaron marchar.
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