Casi todas las semanas podemos ver por
televisión algún partido de cualquier deporte. En unas ocasiones es el
baloncesto, en otras es el beisbol, en otras el voleyball, el fútbol o el
tenis. El caso es que si nos fijamos los deportistas están hechos para ganar,
para ser los mejores y triunfar realizando aquel deporte que muchos de ellos
practican desde pequeñitos.
Cuando ganan no hay problema, se
sienten orgullosos, sonríen, levantan las manos en señal de victoria y dedican
sus triunfos a todos sus seguidores. Además, saben que al día siguiente serán
portada de todos los periódicos nacionales e internacionales, y que sus nombres
serán grabados con letras de oro en la historia del deporte.
Pero cuando pierden cambian las cosas.
Algunos hunden la cabeza, se quedan mudos y derraman lágrimas de frustración e
impotencia. Saben que al día siguiente no saldrán en las portadas de los
periódicos, y que, al no haber vencido, sus nombres no pasarán a la historia
del deporte.
Pues bien, ante ese ambiente que se
mueve en el deporte, y en algunas cosas más de la vida, viene Jesús y nos dice
que el que quiera ganar debe perder. Sí, sí, que quien quiera triunfar en la
vida y salvarse, debe perderse a sí mismo.
Y es que Jesús, una vez más, no sigue
los esquemas del mundo. Resulta que en el Reino de Dios los que saldrán en los
titulares serán los tristes, los pobres, los perdedores, los excluidos, los que
no han tenido oportunidades en este mundo, los que son matados por defender el
evangelio.
¿Quién quiere perder su vida y todas
las cosas que tiene? ¿quién está dispuesto a renunciar a la comodidad? ¿quién
está dispuesto a dar su vida por el evangelio? –Difícil, ¿verdad?
A los primeros discípulos les costó
entenderlo. Y a nosotros, después de muchos siglos, nos cuesta entenderlo
también. Quizá cuando estemos en el Reino de los cielos, podamos comprenderlo
totalmente.
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