Algunas veces hay poco que decir ante algunas
palabras que lanza Jesús en el evangelio. En este domingo nos encontramos con
una parábola: la del rico Epulón y el pobre Lázaro: dos modelos de vida
contrapuestos. Uno de ellos lo pasa a la grande aquí en la tierra, mientras que
el otro pasa calamidades. Pero cuando llegan al cielo los papeles se cambian y
el que sufría ahora goza y el que gozaba ahora sufre.
Yo no sé si
habrá fuego en el infierno, si nos quemaremos como dice Jesús que se quemaba el
rico. Nunca he estado en el infierno y prefiero no imaginar qué hay allí. Lo
que sí tengo claro y sé es lo que hay aquí en la tierra, en donde vemos que hay
ricos y pobres, personas que disponen de muchísimo y otros que tienen
poquísimo. Y eso a los ojos de Dios y de la humanidad es una auténtica
injusticia.
No hace falta
ir al cielo para descubrir cuántos niños mueren de hambre o de sed, mientras
otros engordan y engordan hasta reventar. No hace falta ir al cielo para ver
cómo algunas personas están en el paro y no pueden encontrar trabajo para dar
de comer a sus hijos, mientras otros viven si trabajar también pero
aprovechándose del sudor de los más indefensos. No hace falta ir al cielo para ver
cómo algunas personas tienen que mendigar y buscar desperdicios en los
basureros para poder comer. No hace falta ir al cielo para encontrarse personas
que no tienen recursos para acceder a un seguro de salud mínimo que les cubra
los problemas de salud, mientras que otros se hace operaciones para agrandar o
reducir pecho, para estirarse la piel o implantarse pelo.
Es ridículo
es mundo tan desigual en el que vivimos, las situaciones tan injustas que
soportamos cada día.
Abramos los
ojos y despertemos para que cuando nos vayamos de este mundo no tengamos que
lamentarnos y llorar como el rico Epulón.
Y la solución
es tan sencilla –y tan complicada- como repartir de forma más equitativa todo
aquello que hemos recibido de Dios.
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