Óscar Romero fue un obispo salvadoreño que tras el asesinato de su amigo sacerdote Rutilio Grande, se convirtió en defensor de un pueblo humillado y maltratado por los poderosos (militares y políticos) que dominaban y mataban sin miramientos a todos los que se oponían al régimen político, militar y social impuesto.
En sus homilías dominicales denunciaba todos los atropellos contra los Derechos Humanos que se producían en El Salvador. Daba nombres y datos de todos los asesinatos que semanalmente cometía el Gobierno y los militares.
De entre todas las cosas que dijo, me quedo con una frase: "La misión de la Iglesia es identificarse con los pobres, así la Iglesia encuentra su salvación."
A los 62 años de edad, el 24 de marzo de 1980 fue asesinado mientras celebraba la Eucaristía, momentos antes de la Consagración del Pan y el Vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo.
A día de hoy su proceso de canonización aún está abierto y, mientras que otras causas de beatificación y santidad llevan un ritmo vertiginoso y algunos son elevados a los altares a la velocidad del rayo, Monseñor Romero aún espera ese reconocimiento de una Iglesia que, al menos en América, le debe mucho.
Pedro Casaldáliga le puso el apelativo de "San Romero de América" y bien es cierto que un hombre que ha luchado por los derechos de los pobres, ha defendido la verdad y ha dado su vida por Jesucristo merece estar en lo más alto de los altares. Porque Monseñor Romero es puro evangelio. De todos modos, Dios sí que lo tiene muy cerquita de Él, con toda seguridad.
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