Me gusta respetar a los hermanos protestantes, evangélicos, testigos de Jehová u otras confesiones cristianas, pero algunas veces la forma de pensar me incomoda un poco. Miren lo que me ocurrió.
Hace unos días fui a comprar a una tienda y cuando me disponía a pagar, el muchacho que estaba allí cobrando me dice: ¿usted de qué nacionalidad es? Soy español -le contesté-.
Me preguntó por qué estaba en el país y le dije que era sacerdote. Entonces me preguntó: ¿qué piensa usted de las revelaciones de Dios? Y le dije que para mí Dios se revela en las personas que nos encontramos cada día, en los detalles pequeños de cada jornada y todo el bien que hacemos por los demás.
Me dijo que él era testigo de Jehová, y ahí fue que empezó él a contarme que tuvo una revelación, un sueño extraordinario donde vio a Dios, como en el Juicio Final. Que se mareó, perdió el conocimiento y tuvo una revelación extraordinaria. Empezó a intentar convencerme de que Dios se le reveló así, que su vida era un desastre y que a partir de entonces todo cambió.
Le escuché pacientemente durante casi media hora que él me estuvo contando aquella aparición asombrosa que tuvo. Pero no consigió convencerme de nada. Sigo pensando que para ver y contemplar a Dios no hay que tener ningún sueño ni aparición, sino que Él se manifiesta clara y palpablemente en cada ser humano que vive a nuestro lado, en cada niño, cada hombre, cada mujer que pasa hambre, cada padre o madre de familia que se ha quedado sin trabajo, en un familiar que está enfermo, en el niño que trabaja en las calles y no va a la escuela...
Mientras que aquel hermano testigo de Jehová sigue buscando a Dios (y probablemente lo encuentra) en los sueños, yo prefiero verlo en la realidad de cada día.
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