En este domingo, Jesús nos habla en parábolas. Nos ofrece comparaciones
sencillas para que entendamos en qué consiste el Reino de Dios y qué hay que
hacer para entrar en Él.
Él nos dice que las personas somos como semillas de espiga que son
echadas en la tierra, que van creciendo y que al final dan fruto.
Pero lo que es cierto es que no todas las espigas son iguales, no todas
las personas somos iguales y no todos damos fruto…
Hay espigas que de la poca fuerza que tienen se dejan llevar por el
viento, y a veces se rompen, se parten y ya no sirven. Hay personas con poca personalidad,
que se dejan arrastrar por los otros, que se dejan influenciar por las
opiniones de los demás, por la moda, y que al final terminan sucumbiendo ante
la presión de los que le rodean. Son aquellos que no tienen control de su
propia vida.
Hay espigas sin vida, afeadas, medio mustias. Al igual que también hay
personas amargadas, tristes, desoladas. Personas que no encuentran el rumbo y
se deprimen.
Hay espigas que están muy lindas por fuera, pero que luego cuando deben
dar fruto están vacías, no tienen nada que ofrecer. También hay personas lindas
por fuera, bien adornadas, bellas… pero que su interior está seco, vacío. Son
aquellos que sólo piensan en aparentar, en dar una buena imagen ero que no
cultivan su interior.
Hay que espigas que crecen y crecen, que suben y suben, y miran por
encima a las demás espigas. Ellas son capaces de divisar todo el trigal y controlar
el movimiento de las demás espigas. También hay personas que viven y disfrutan
controlando a los otros, supervisando la vida del vecino. Personas que les
gusta estar por encima de los demás.
Y finalmente hay espigas pequeñitas, sencillas, que no hacen demasiado
ruido, y sin embargo cuando tienen que dar fruto dan muchos granos. También hay
personas sencillas, que no llaman la atención, que no presumen, que tienen
personalidad, que viven con alegría, y su vida está llena de frutos, de buenos
frutos. De ellos es el Reino de los cielos.
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