13 de diciembre de 2012

El posadero


     Hola, Mangantes, después de que hayan hablado el Arcángel Gabriel e Isabel, me toca a mí.
     Soy el posadero que no pude dar posada a María y a José. Todavía recuerdo aquella noche. Llamaron a la puerta y salí a abrir. Allí en la entrada de la posada estaba una pareja. Ella parecía muy joven, mientras que él ya era algo más madurito. Se presentaron, me dijeron que se llamaban María y José. Se les veía muy educados y amables. Me dijeron que necesitaban una habitación, porque ella estaba embarazada y en pocas horas iba a dar a luz.
     Me puse a mirar en el listado de habitaciones, y vi que todo estaba lleno. No había ni un hueco. Me dirigí a ellos y les dije que no tenía sitio. Ellos me miraron con cara de pena, y me insistieron diciendo que en cualquier rinconcito podrían dormir, que les diera posada.
     Yo, muy serio y responsable, les volví a repetir que no había ni un hueco, que miraran en la posada del pueblo de al lado, que tenía muy buenos precios y que solía estar más libre que la mía.
     Se marcharon andando, despacio (la verdad es que María no estaba para ir corriendo en aquel estado de embarzado ya tan avanzado).
     A los dos días, estaba yo en la puerta de la posada despidiendo a unos clientes, cuando pasaron José y María. Llevaban ya entre sus brazos al niño que estaban esperando. Se les veía felices, sonrientes, como todos los padres primerizos. Les alcé la mano y les llamé para que se acercaran y así pudiera felicitarles por el retoño que habían tenido. Vinieron hasta donde yo estaba. Miré al niño y le hice carantoñas. La criatura me respondió con una sonrisa. No sé si serían cosas mías o qué, pero me pareció que aquel bebé tenía algo especial en aquella sonrisa.
     El caso es que me puse a conversar con José, porque María se puso a darle loa leche al niño, y le pregunté si consiguieron por fin encontrar posada. José me miró a los ojos y me dijo que no, que al salir del pueblo, María comenzó a tener las contracciones y tuvieron que detenerse. Muy cerca del camino encontraron un pesebre, un establo de animales, y que allí se metieron, porque veían que María no llegaba al siguiente pueblo.
     Me quedé avergonzado y triste, porque, sin quererlo, había provocado que aquel niño tan simpático tuviera que nacer en un lugar tan poco digno y acogedor. Tuve remordimientos de conciencia, porque podría haber hecho algún esfuerzo y haber metido a aquella pareja en algún rincón de la posada.
     Pedí disculpas a María y a José, y recordé que tenía en mi casa un sonajero que yo mismo había elaborado para mis hijos cuando eran pequeños. Le dije a José que no se marchara, entré corriendo a casa y cogí el sonajero. Se lo di a María y le dije que ese era mi regalo para ese niño tan especial, que aunque no había sido capaz de darles posada, quería al menos conseguir que aquel bebé no perdiera nunca esa gracia tan especial. Tomaron el regalo y me dijeron que se marchaban, que andaban con prisa...
     Eso fue lo que realmente ocurrió. Aquella experiencia me sirvió para ser más acogedor con todos aquellos que venían a la posada.

No hay comentarios:

Publicar un comentario