9 de julio de 2013

Orando a gritos



El lugar y la situación que les voy a contar es inventado, pero el hecho en sí es totalmente cierto.
Un día pasaba cerca de un Templo y comencé a oír gritos y voces. La extrañeza y la curiosidad provocaron que me asomara a ver qué estaba ocurriendo allí.
Lo que vi me dejó perplejo y paralizado. Había una señora con los ojos cerrados, gritando y gritando, con las manos levantadas y el rostro desencajado. Lo que decía por la boca eran oraciones, supuestamente, a Dios. Cada vez elevaba más la voz y cada vez me ponía yo más nervioso. Los que estaban con ella, la alentaban y animaban diciendo de forma mecánica, como las cotorras: "amén, aleluya".
Después de contemplar aquel momento de inspiración y trance me marché, sigiloso, reflexionando sobre aquello que había visto. Y aún después de 200 metros se le oía gritar a la dichosa señora. Parecía que me perseguía.
No voy a juzgar a aquella buena mujer ni la intención que tenía de encontrarse con Dios. Probablemente ella estaba haciendo en conciencia lo que creía que debía hacer. Pero alguien debe orientarle y hacerle ver que el Dios en el que creemos los cristianos es otro diferente, que se manifiesta a Elías en el rumor de una brisa suave (1Re 19,12), o que nos invita a que cuando hagamos oración lo hagamos en lo secreto y Dios, que ve en lo secreto, nos recompensará (Mt 6,6).
Alguien debe decirle a aquella señora que Dios no escucha más porque gritemos más, ni que el nivel alto de decíbelios ayuda para que Dios atienda nuestros ruegos. Entiendo que la culpa no es solo de aquella señora que gritaba e imploraba a Dios y al Espíritu Santo a voces, sino de los que la han formado en esa "religiosidad escandalosa y teatrera". Que Dios me perdone si estoy equivocado, y si ofendo a alguien. Pero sinceramente, es lo que pienso.

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